Para cumplir con las únicas dos bostas que iba yo a dedicar al 40 aniversario del primer alunizaje, voy a traerme un texto de un señor que sí era un escéptico de los viajes lunares.
Cuando digo que el autor que voy a citar aquí era un escéptico de los viajes lunares, no estoy diciendo que fuera un incrédulo de que estos ocurrieran, como los negacionistas jocosos que nos han entretenido en estos últimos días. El escepticismo de este señor estaba enfocado a la cobertura mediática cuasihistérica que le tocó vivir.
Lean a ver si se les pega algo, negacionistas. Actividades Lunares
El silencio es oro
La encuesta llevada a cabo por la revista Esquire, sobre cuáles deberían ser las primeras palabras que el hombre pronunciara al llegar a la Luna, es ejemplo notable de los nos pasó a todos, en todo el mundo, la semana pasada: las respuestas fueron repetidas y fusiladas por tres artículos cuando menos; además demostraron que el oficio de inventar frases célebres es mucho más difícil y complicado que el de decirlas de chiripa. Lo que nos pasó a todos la semana pasada fue que estuvimos adquiriendo y transmitiendo información sobre easuntos en los que nuestra ignorancia era monumental.
Las respuestas a la pregunta de Esquire (porque yo también voy a fusilarme el artículo), fueron desde la pomposidad de Herbert H. Humphery, que propuso que Armstrong dijera, al poner el pie en la Luna: "Espero que los conflictos y los problemas del hombre no lleguen hasta este lugar. Espero que la Luna sea símbolo de paz y de cooperación entre las naciones de la Tierra." Que es una de las esperanzas más vanas jamás expresadas, hasta la ponderación de Nabokov, que propuso que los astronautas tuvieran un nudo en la garganta y guardaran silencio. A ninguno de los dos se les hizo. Los astronautas no siguieron su consejo.
Tampoco siguieron el de Bob Hope, que propuso tres frases célebres alternativas:1) "Bueno, cuando menos no acabé en La Habana", 2) "¡Dios mío, smog!", 3) "¡Me lleva el tren! ¡Es de queso!".
Pero, como dije antes, decir frases célebres es más fácil que inventarlas. Cuando el módulo tocó la superficie lunar, Armstrong dijo una mucho mejor que todas las propuestas: "Estamos en la Luna".
Es una frase que tiene la sencillez propia del genio y del arte perfecto. Si se le ocurrió a Armstrong, me quito el sombrero. Si se le ocurrió al jefe de relaciones públicas de la NASA, con más razón.
El caso es que el hombre puso un pie en la Luna y todos estamos muy contentos. Al escribir este artículo todavía no se sabe si los astronautas pudieron regresar a la cápsula de mando, pero eso es harina de otro costal. Por lo pronto, el hombre llegó a la Luna.
Ocurrieron cosas muy notables. Una de ellas es que yo estuve mirando la televisión durante cuatro horas. Ví cosas grandiosas, cosas aburridísimas y cosas grotescas.
Lo grandioso fue la superficie lunar, tal y como yo me la había imaginado, blanca, ligeramente rugosa, curva, y con un telón negro de fondo. Espeluznante. El módulo que es como una cabeza olmeca puesta sobre una mesa de tres patas y dos hombres saltando y corriendo, metidos en trajes que pesan ochenta y tantos kilogramos.
Pero mientras los hombres llegaban y conectaban la cámara de televisión, tuvimos que ver muchas otras cosas. Se demostró que los comentaristas de televisión le tienen al silencio el mismo horror que los escultores barrocos le tenían al vacío. En un momento dado, por ejemplo, un locutor de la CBS nos demostró, ayudándose de una maqueta, todo lo que los astronautas NO iban a hacer al bajar del módulo. Empezó a bajar por la escalera con el pie que no debía, le costó trabajo sacar del aparato la cámara de televisión y más trabajo todavía armarla. Esta escena me recordó las innumerables del teatro español en las que los criados repiten, de manera elefantina, todo lo que los amos han hecho. Después, nos transmitieron una entrevista con la mujer de Collins. Ya me imagino al marido, regresando a la Tierra, viendo el videotape, y diciéndole a su mujer:
- Uno allá, sufriendo, y tú aquí, muy tranquilota, concediendo entrevistas.
También tuvimos que ver a unos niños de escuela secundaria dando sus opiniones sobre el viaje a la Luna. Este fue uno de los momentos más horripilantes de toda la tarde.
Claro que no es cosa fácil entretener al público durante nueve horas, sin libreto. Este viajecito ha sido, para los periodistas, mucho más pesado que para los astronautas, quienes, por su parte, no cooperaron gran cosa, porque se limitaron a decir lo más indispensable.
Pero este silencio de los astronautas, no es accidental. Es evidente que la NASA, después de que Borman declaró que las danzas polovetzianas son igualitas a las que bailan en el estado de Virginia, decidió mandar a la Luna a los tres más silenciosos de todos los aspirantes.
El toque grotesco fue dado por el presidente Nixon. Cuando los astronautas estaban en la Luna, les habló para decirles que no sabía (lo cual era evidente) cómo expresarles lo orgullosos que estaban él, el pueblo norteamericano y toda la humanidad, de su proeza. También les dijo que tenía muchas ganas de conocerlos personalmente.
Lo peor del caso es que los astronautas, al oír al presidente, en vez de decir, como yo esperaba:
- Allí está el viejo, que nos quiere invitar a cenar otra vez. Se emocionaron tanto, que tartamudearon por primera vez en todo el viaje. El pulso de Armstrong aumentó hasta llegar a casi cien. Cifra que sólo fue rebasada al tocar el módulo la superficie lunar.
En cuanto a la misión del Luna 15, que había sido una incógnita para gran parte de la humanidad, acaba de ser puesta en claro por mi señora madre, que me está diciendo, en este momento:
- Lo que quieren los rusos es robarse la bandera americana.
Jorge Ibargüengoitia. 22 de Julio de 1969.